SILVIA FEDERICI



 SILVIA FEDERICI

 Nacida en la Italia fascista, la escritora, profesora y activista dice de sí misma que fue “feminista antes de tiempo”. Al tiempo que es una de las figuras más relevantes en el desarrollo del feminismo de las últimas décadas, Federici también es una pensadora cuyos cuestionamientos radicales al Estado capitalista alientan a replantearse a fondo cómo estamos habitando el mundo y hacia qué desastre nos encaminaríamos de seguir así. 

Silvia Federici centró su charla del 2 de marzo en la guerra contra las mujeres y las nuevas formas de acumulación capitalista,1 precisamente en uno de los estados con más desaparecidas2 y que ocupa los primeros lugares de violencia contra ellas.3 Al inicio de la conferencia señaló que el capitalismo tiene distintas formas de violencia, pero que ella analiza la particularidad de la violencia sexista porque es necesario entenderla para poder combatirla. En su libro Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria (Traficantes de Sueños, 2010), probablemente el más difundido en México, la feminista italoestadounidense explica que la transición del feudalismo al capitalismo se basó en la guerra contra las mujeres a lo largo de tres siglos de la caza de brujas, periodo en el que se construyó la posición de la mujer como sirvienta de los hombres y se destruyó un universo de prácticas incompatibles con la disciplina del trabajo capitalista.

 Así, las mujeres tuvieron que depender económicamente de su pareja y se generó un intercambio de servicios sexuales: “es clásico, es sexo por dinero, te apoyo y tú me das tus servicios. Es así en la prostitución y en el matrimonio. En la relación matrimonial, la mujer está empobrecida; el pacto empieza al lamentarte de tu pobreza. Ellos dicen: ‘No te lamentes, tú sé mi sirvienta, yo te doy dinero si te conviertes en mi esclava’. Pero esa naturalización de la violencia se rompió con el movimiento feminista”.

Su pensamiento ha germinado porque su propuesta antipatriarcal y anticapitalista es provocadora, moviliza a muchas que, como Laura, comienzan a cuestionar las relaciones de dominación en su vida cotidiana. 

Silvia Federici nació en Parma, Italia, en 1942. En los años sesenta se mudó a Estados Unidos a estudiar Filosofía en la Universidad de Buffalo, y participó en cuatro movimientos que se entrelazaban: el estudiantil, el pacifista, el feminista y el que peleaba por los derechos civiles. Su feminismo es peculiar, ya que se nutre del pensamiento de la autonomía obrera italiana, del pensamiento anticolonial y de su propia experiencia en el feminismo. Con el Colectivo Feminista Internacional impulsó la campaña Wages for Housework (Salario para el Trabajo Doméstico), que rechazaba el trabajo doméstico como destino natural de las mujeres. En el libro Revolución en punto cero: trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas (2013) explica que pasó 40 años lidiando con el problema del trabajo reproductivo y rebelándose contra éste, al menos como estaba configurado en el capitalismo. En los años ochenta trabajó como profesora interina en la Universidad de Port Harcourt, en Nigeria, donde atestiguó la instrumentación de las políticas neoliberales y sus efectos “devastadores”, y comenzó a observar los nuevos procesos de colonización y de cercamiento de tierras en todo el mundo.  

En África también amplió su atención más allá del trabajo doméstico, a la agricultura de subsistencia, y descubrió la gran fuerza e importancia del acceso de las mujeres a la tierra por ser ésta la base material esencial para sobrevivir. Este vínculo con la tierra es lo que explica también por qué las mujeres han encabezado por años la defensa de los territorios, pues sin la tierra y sin la naturaleza no hay futuro. 

En las últimas décadas, Silvia Federici, también profesora de la Hofstra University de Nueva York, ha comenzado a usar el concepto de la política de lo común, inspirada en parte en el levantamiento zapatista en 1994, en el fracaso del modelo de lucha por el poder para construir una alternativa al capitalismo y en la historia de comunidades y pueblos que antes del capitalismo vivieron como sociedades solidarias y autoorganizadas. Lo común abarca el agua, el aire, la tierra, los servicios comunes, las lenguas, las producciones colectivas de culturas antiguas, y la inquietud es cómo construir una política de los comunes para constituir los cimientos de una economía no capitalista. Su perspectiva de los comunes, vista desde el feminismo, consiste en reconstruir lo colectivo, los tejidos sociales, la cooperación, juntar lo dividido (con el otro, con la naturaleza), como una necesidad de la nueva etapa de la guerra contra el capitalismo. Y esto implica rechazar que nuestra reproducción tenga lugar a expensas del resto de los comunes y de los bienes comunes del planeta, “que nuestro bienestar no se construya sobre el sufrimiento de los otros”. 

Tu infancia transcurrió en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo influyó eso en el pensamiento feminista y anticapitalista que desarrollaste posteriormente?

Nací en un periodo muy dramático, en abril de 1942. En enero empezaron los campos de la muerte en Alemania y yo nací en Italia, un país fascista. La primera memoria de mi vida es la memoria de la guerra, de los bombardeos, tengo imágenes de bombas que caen, memorias conectadas con los cuartos, con la oscuridad, con tratar de escapar de los bombardeos. Y también tengo imágenes de gran ansiedad, de la gente que corre. Mi infancia fue prácticamente un continuo escuchar la historia de mi familia, una historia de desastre, del terror de despertar en la noche con el cielo rojo. Mi mamá me contaba que siempre se iba a dormir con ropa, con la maleta lista para huir porque tenía dos niñas. 

¡Tanta historia! Yo crecí en Parma, ciudad con tradición antifascista: en 1922 hubo días de guerra urbana, el proletariado hizo barricadas para impedir que los fascistas entraran. Fui a la prepa en una ciudad comunista, en la región de Emilia. Todo esto ha tenido influencia en mi vida; tuve una politización instintiva, pues con mi papá se hablaba de política, de fascismo. Él era maestro de historia, hablé mucho con él de filosofía. Mi familia es antifascista, él era un liberal antifascista, crecí con todo eso, tuve un proceso de politización con él. Era anticlerical: yo llegaba de la iglesia con mi mamá y me preguntaba: “¿Qué ha dicho el cura?”, luego hacía una crítica. Entonces, tuve una politización inmediata.

En periodos de guerra, cuando se lucha por la vida, ¿por qué es común que las mujeres vayan adelante? 

Nunca reflexioné sobre esto cuando estaba chica, pero ahora puedo ver que la vida se sustentaba a través de las mujeres, porque, en el periodo en que huimos de los bombardeos, mi papá nos llevó a una granja, al campo, con unos pocos animales, y eran las manos de mujeres las que nos permitieron siempre contar con comida. En la ciudad, la comida era racionada, en el campo no. Cuando regresábamos a la ciudad, mi mamá podía contar con comida porque tenía una hermana que trabajaba en el campo. Mi mamá me recordaba que durante la guerra no sufrimos la fame (hambre), porque estaban mi tía, las mujeres de la granja, porque en el campo se podía comer. Las mujeres siguieron sembrando, y, sí, ocultando gente también. 

Parece importante que en las luchas también exista un vínculo con la tierra porque, de entrada, permite la autogestión alimentaria

Sí, sí, sí, mucho, mucho. La historia de mi infancia, mi formación cultural y política, tiene dos partes muy contrastantes: la guerra y mi relación con el campo, porque el periodo en el que mi papá decidió llevarnos al campo para escapar de los bombardeos fue una maravilla. Después de que la guerra terminó, regresé por varios años porque estaba enamorada del campo, completamente enamorada. Para mí, el campo era el opuesto de la guerra. Fíjate, era una niña de dos, tres años, y luego regresé a los seis, siete años a encontrar animales, cuando empecé a crecer me dieron la tarea de salir por la mañana a buscar los huevos; fue un momento tan mágico, impactante, igual que ver la vendemmia, cuando se cosechan las uvas, cuando todos van al campo, porque, antes de la guerra, Italia era bastante agrícola. Todo cambió con el milagro económico, la industrialización, la guerra potenció la urbanización. Este lugar, que no es distante de donde mi familia ha vivido, es mágico. ¡Las mujeres cultivaban tantas cosas! Vegetales, flores, tenían animales, un puerco, gallinas, una vaca, árboles de manzanas. 

La vida allá era ver el cielo con todas las estrellas, ver cuando desgranaban el maíz en forma muy rústica, con todas las mujeres hablando, cantando, con luz de candela, era una cosa increíble, mágica, de otro mundo. Nunca lo he olvidado. Tengo una pasión muy fuerte por el campo, por el verde, por los ríos, por las hojas. Para mí, los árboles son dioses, entonces creo que este vínculo con el campo ha sido el otro componente muy fuerte de mi política; y tengo gran recelo con la tecnología capitalista, soy muy lenta para entusiasmarme con ella. Ahora tengo 76 años y es el primer viaje en el que traigo un celular (para estar pendiente de la salud de un ser querido). Soy tecnológicamente atrasada porque pienso en el costo ambiental de todo, para mí cada primavera es una cosa mágica, ver las flores. La magia de la naturaleza nunca me ha abandonado. No he olvidado que ésa es la magia más grande que tenemos en el mundo, antes que la tecnología. Pensar que en la tierra están todos los colores, que hay una inmensa creatividad de la tierra.

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Fuente: Magis




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